martes, 19 de enero de 2010

...y dejó de crecer

Por Maru Cárdenas
Profesora de la Universidad

No, no nos referimos a Peter Pan, el niño que no quería crecer, sino a Pinocho. Es curioso cómo la mayoría de la gente se queda en la mente con la idea de que, cuando Pinocho mentía, le crecía la nariz, y pasa desapercibido en general que lo importante es que el hijo de Gepetto, después de un par de caídas, ¡aprendió a vivir en la verdad! Le dejó de crecer la nariz.

En la televisión abundan los personajes que mienten: espías, agentes secretos, estafadores y demás. Entre las series con más éxito en EUA y América Latina están CSI (Las Vegas, Miami y New York), Lost, 24 horas, La Ley y el Orden, Damages y Desperate Housewifes, donde el engaño es parte esencial de la trama. Uno de los postulados del impopular pero atinado Dr. House es “todos mienten”, a lo que la mayoría asiente sin mayor cuestionamiento, pues parece que capítulo a capítulo su afirmación se confirma. Parece que la cultura de la mentira, y por lo tanto de la desconfianza, tiene presencia continua en la industria del entretenimiento. El problema es cuando se cree que todo cuanto ocurre en la pantalla plana es un simple reflejo de la vida. Se pasa de la ficción a la realidad conservando los mismos esquemas y prejuicios que dudan de todo y de todos. Basta poner de ejemplo lo sucedido con la epidemia de la influenza. Ante las medidas sanitarias recomendadas, la gente duda (o incluso asegura dobles intenciones) del gobierno, de los medios de comunicación, de los jefes y se le cree más a correos electrónicos anónimos que circulan con gran aceptación.

Así como la humedad crece y penetra por todos lados, la desconfianza no conoce fronteras, en poco tiempo se instala no sólo en relación a los lejanos sino también entre los cercanos, en el trabajo, se duda del propio jefe, de los subordinados y de los compañeros, “en el fondo siguen sus intereses, quién sabe que querrán”; la grieta de la credibilidad se agranda en la propia casa, los padres dudan de los hijos y los hijos de los padres, incluso entre las amistades se deja un espacio para el “¿quién sabe?”, “quizá no es tal como me lo cuentas”.

¿Mentir es lo normal? ¿Mentir es lo humano? ¿Debemos sugerir que se escuche al otro dudando a priori? ¿“Piensa mal y acertarás” es el consejo más atinado? Definitivamente, creo que no. Que aunque es un hecho que la mentira existe, no es lo normal ni lo conveniente. El ser humano puede acceder a la verdad, no sólo es cuestión de capacidad. Lo puede y lo quiere. Es más, lo necesita. Si sabe reconocer las mentiras y le hieren profundamente es porque previamente sabe, quiere y espera la verdad. El porcentaje de estafadores e incongruentes no es tan alto como lo presenta Hollywood. Sólo en la verdad se es libre, y las relaciones humanas se construyen sobre la base de la confianza, no de la duda sistemática. Sólo sobre el fundamento de la confianza un ser humano elige entregarse a otro, amarlo y buscar su felicidad. Vivir el amor sobre un cálculo sistemático de riesgos y posibles engaños necesariamente recorta y desvirtúa la relación.

La cultura de la desconfianza es un virus que daña profundamente a las personas y, por lo mismo, a la sociedad. La desconfianza se vuelve un esquema mental previo que distorsiona la realidad, pues interpreta todo en clave gris tendiendo a obscuro. El psiquiatra español Enrique Rojas afirma que la felicidad depende no tanto de la realidad como de la interpretación que se hace de la misma. John Powell dice lo mismo con otras palabras: “todo consiste en el modo como veamos las cosas… tales percepciones repetidas muy pronto se convierten en un hábito, en una actitud… son como las lentes de la mente a través de las cuales cada quien ve la realidad. Estos lentes pueden agrandar o disminuir, colorear, aclarar u obscurecer la realidad que se ve a través de ellos. Una reacción puede ser estimulada por miles de cosas, pero la reacción especifica la determina el modo como yo percibo a la persona, la cosa o la situación. Todo depende de los jurados en el tribunal de mi mente, de los lentes de mi mente. Mis reacciones son el resultado de mis actitudes interiores”[1].

En el fondo, toda persona tiene que elegir una actitud, o se confía en los demás o se desconfía de ellos. Esta actitud tiene sus graves y respectivas consecuencias. Quién viva desconfiando se resigna a renunciar a un auténtica relación humana, renuncia a la verdadera amistad, al amor, vivirá en arenas movedizas, pues tarde o temprano llegará a dudar de todo, incluso de sí mismo, cayendo en un nihilismo aplastante. La desconfianza genera inseguridad, miedo, rencor, ansiedad y depresión. Quien opte por la confianza, corre el riesgo de ser engañado alguna vez, de ser traicionado por alguno; pero por cada decepción experimentará nueve encuentros verdaderos, que le permitirán construir verdaderas relaciones humanas, auténticas amistades y una vida llena de sentido.

No hay que confundir ingenuidad con confianza, no se trata de ser naïve, ni tonto, sino de un sano realismo sin generalizaciones apresuradas. Por circunstancias especiales es posible, lógico y razonable que se dude de alguien en particular por determinadas experiencias. Sin embargo, esta actitud no debe ampliarse al resto de la población de modo indiscriminado. Inclusive cabe la posibilidad de que la persona que ha fallado se levante y cambie de actitud. Un novio infiel no convierte en traidores e ingratos a todos los hombres del planeta. El ser humano es perfectible, no perfecto; el acento debería estar en nuestra capacidad de levantarnos, no en nuestra capacidad de caer. Pinocho aprendió la lección, comprobó que no se puede confiar en todos, pero sí en la mayoría. Al menos no tiene por qué dudar de Gepetto, del hada madrina, de sus maestros, y que hay que ser fieles y leales a la conciencia (Pepe Grillo). Optó por la búsqueda de la autenticidad, de la congruencia y, después de todo, le dejó de crecer la nariz.

[1] Powell, J. (1993). La visión cristiana. 3ª ed. México: Buena Prensa.

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